Porque en un día como hoy, las historias de amor cobran quizá la importancia que se merecen, porque no todas esas historias tienen un final feliz, y porque los recuerdos a veces exigen este tipo de cosas, aquí va mi pequeña aportación.
En recuerdo de Gaspar Quintanilla y de toda su familia. Siempre he estado, y estaré, con vosotros.
DESPUÉS DE TI
Aquellas imágenes quedarían grabadas para siempre en su
retina, como si fueran exóticas mariposas clavadas en el corcho de un
coleccionista. O ingredientes diabólicos de un veneno.
El veneno de la muerte, dulce cuando es esperado y, al
fin llega.
María se tapó los oídos con las manos para no escuchar el
ajetreo que se había apoderado de la habitación de su marido Gaspar. Los gritos
de las enfermeras elevándose como una enorme Torre de Babel que nadie
comprendía. Los ruidos metálicos de los aparatos que conectaban y desconectaban
alrededor de la cama, tomando el cuerpo hinchado que había sobre ella como una
nueva cobaya en el desconocido territorio del cáncer.
Tuvo ganas de chillar. De ordenarles que se fueran.
Todos, incluidos los médicos. Quiso decirles que ya estaba bien, que el aspecto
deforme de su marido era producto de los fármacos aplicados para alargar su
sufrimiento.
Solo para eso.
Necesitaba paz. Los dos la necesitaban. Demasiado tiempo
sufriendo una agonía para la que ninguno estaba preparado. Ni ellos ni sus
cinco hijos, ya mayores, que intentaban consolarla con sus palabras y sus
abrazos.
Pero ella estaba muy lejos de todos ellos. Muchos años
atrás, evocando el rostro apuesto de Gaspar para sustituirlo por el abotagado
que resollaba con dificultad sobre la almohada inmaculada. Los ojos claros
llenos de alegre picardía que la habían conquistado, cuando brillaban por la
fuerza de la vida y no por el velo de la muerte que ahora dilataba sus pupilas.
El cabello negro brillante y la piel lustrosa, antes de que los tratamientos
agresivos acabaran con ambas cosas. La sonrisa abierta de dientes blancos antes
de que estos se volvieran amarillentos por la esclavitud del tabaco que les
había llevado a la perdición.
Oyó un grito desgarrador. Incluso escuchó un sonido
estrepitoso, como de cristales al romperse. No estaba segura, pero hubiera
jurado que lo primero había salido de su boca, y que lo segundo eran los
pedazos de corazón que saltaban en pedazos y se incrustaban en su pecho,
desgarrándolo y haciendo que sangrara…
No pudo más. Necesitaba aire. Huyó de allí, y mientras la
parte racional de su mente permanecía con Gaspar, junto al cabecero de la cama,
la emocional la acompañó hasta una de las terrazas del hospital.
Era noviembre, y hacía frío. Un aire gélido que ella
recibió con fuertes bocanadas, como si la bolsa que había taponado su cabeza,
estrangulándola sin compasión, le diera por fin un respiro.
Se agarró a la barandilla y alzó la cara, en busca de
respuestas. Creyendo que Dios, si estaba allá arriba, se las daría. Buscando la
esperanza y las fuerzas como un sediento en pleno desierto. Ni siquiera supo
cómo, pero de pronto se encontró con un pitillo en sus labios, probablemente
sacado del bolsillo del abrigo que Susana, su hija mayor, le había puesto sobre
los hombros.
Lo encendió. Solo para comprobar a qué sabía aquello por
lo que el amor de su vida iba a entregar su vida. Qué tenía de especial para
que alguien tan voluntarioso como Gaspar, hubiera sido incapaz de abandonarlo,
ni siquiera en los últimos momentos.
El humo en sus pulmones la ahogó, e inmediatamente lo
arrojó por la barandilla.
—Has hecho muy bien. Hubiera sido muy poco inteligente
por tu parte engancharte a ciertos vicios a estas alturas de tu vida.
María apenas se sobresaltó al escuchar aquella voz
cavernosa a su lado. Solo se volvió muy lentamente, para ver a quién
pertenecía.
No lo consiguió del todo. El hombre delgado la miraba,
pero un elegante sombrero oscuro tapaba buena parte de sus rasgos faciales. Sin
embargo, ella alcanzó a ver dos cuencas oscuras por ojos, unos pómulos tan
marcados como fantasmagóricos, y una fina línea donde deberían estar los
labios.
Casi pudo adivinar el color de su piel. Macilento,
grisáceo, acompañando a la perfección a su aspecto cadavérico y al tono lejano,
de ultratumba, de la voz que la había hablado.
—¿Me conoce?
La oscura cabeza se movió afirmativamente.
—¿Tú a mí no?
María recorrió con los ojos el resto de su cuerpo,
cubierto por un amplio abrigo negro que solo dejaba a la vista unas manos de
dedos traslúcidos que asían la barandilla con la misma fuerza que los suyos.
—Supongo que será el familiar de algún enfermo —conjeturó
encogiéndose de hombros—. Lo siento. Llevo demasiado tiempo aquí como para
fijarme en todas las caras.
—Lo sé. Sé de tu sufrimiento, y de tu desdicha, y también
de tu lucha incansable. Todos están orgullosos de ti. Gaspar el primero.
Había algo en él que le resultaba familiar. Y que le
hacía temblar. Tal vez era aquel tono quedo con el que se dirigía a ella, o la
respiración acompasada que lo acompañaba, como si le costara trabajo
realizarla. Parecía enfermo, triste, pero aún así, supo que la apoyaba en su
desgracia. Su silencio se lo decía.
—Es tu marido, ¿verdad?
—Sí. Cáncer de pulmón.
Cuando pronunció aquellas palabras, todas las barreras se
deshicieron. Sin quitar la vista de aquel rostro oscuro e indescifrable, María
comenzó a llorar su pena, su desesperanza. Su afán de lucha que durante más de
dos años la había mantenido a flote, tirado por la borda ante la implacable
tenacidad de la muerte.
—Por favor, no llores. Me parte el corazón verte así.
Como un buen amigo que la conocía de toda la vida. O como
el amante comprensivo que ahora agonizaba en una habitación de hospital.
—Él está allí. —Su dedo tembloroso señaló el lugar más
temido y, a la vez, más deseado—. ¡Se está muriendo! ¡Mi único amor me dejará
sola!
—No, eso no. Gaspar nunca te abandonará. Desde donde
esté, siempre velará por vosotros.
—¡Egoísta, egoísta! ¡Pudo haberse curado si hubiera
dejado el maldito tabaco, pero no quiso hacernos caso! ¡No le importaron los
años de felicidad, ni mi amor, ni los recuerdos acumulados, ni nuestra vida!
¡No le importó nada!
—Eso no es verdad. Ahora mismo, su único pensamiento eres
tú.
Pero María se negaba a aferrarse a aquella posibilidad
surrealista. Demasiadas veces lo había hecho, para acabar estrellándose, y
ahora había llegado al límite. Gritó. Chilló y se deshizo en pavorosos
lamentos, tan fuertes que la obligaron a doblarse en dos para intentar calmar
el dolor, para intentar retener los recuerdos.
Para darle hasta su último soplo de lucha, algo que
pudiera obrar el milagro y se lo devolviera dos años atrás, cuando la
enfermedad aún no había causado estragos en su cuerpo y en sus vidas.
Desahogó meses de rígida compostura delante de sus hijos
y familiares, destrozó todas las sonrisas de plastón que les había ofrecido, y
se dejó envolver por los brazos del desconocido como si fueran un lago inmenso
de consuelo donde podría perderse para siempre.
Donde los sueños siempre serían posibles.
—Así, muy bien, Mari —le susurró con la voz afectada por
la emoción—. Llora aquí, porque en cuanto entres de nuevo, tus hijos te
necesitarán.
¡Cómo curaban aquellas palabras! ¡Aquel apelativo
cariñoso que solo Gaspar usaba con ella! ¡Y cómo reconfortaba el tacto
balsámico de aquellas manos huesudas que ahora le frotaban los brazos y la
espalda! ¿Qué importaba quién fuera aquel hombre que parecía conocer tanto de
ella y de Gaspar?
María alzó los ojos. Estaban tan empañados en lágrimas
que no pudo distinguir ningún otro rasgo de la cara del desconocido, pese a
hallarse a un suspiro de su boca.
Nunca sabría qué la impulsó a hacerlo. Si fue la presión
del momento, el destrozo interior que había vencido su entereza, o simplemente
la necesidad de sentirse querida y comprendida. Lo cierto fue que le besó. Cerró
los ojos y juntó su boca con la de él. Movió sus labios complacida de que el
hombre respondiera al beso, alentada por el calor que manaba de él y que no
tardó en compartir, pero se sintió completamente desolada cuando la apartó del
refugio de su boca y del calor desmesurado de su cuerpo.
—Él te espera —dijo.
Pero María sacudió la cabeza con desesperación.
—Él ya no espera nada —replicó entre nuevos sollozos—. Se
muere.
—Por eso te espera. Debes estar con él. Tomarle de la
mano para que note tu presencia. Acariciarle los dedos hinchados para que no se
sienta solo. Brindarle la mejor de las despedidas.
—Pero yo no puedo más. ¡Es demasiado!
El desconocido acarició su mejilla, librándola de las
lágrimas que la empapaban.
—A él nunca le ha gustado verte así, ¿verdad?
—Completamente atónita, María asintió—. A él le gusta que sonrías, que le
llames «Curro», como todos soléis hacerlo, e incluso que le grites cuando algo
no está según tu gusto. Esa es la imagen que él se llevará de ti.
El tibio acogimiento que le había protegido el corazón
desapareció de pronto, para ser sustituido por un frío glacial que le congeló
las entrañas. Sus instintos se dispararon. Algo la impulsó a separarse de él
horrorizada, seguramente lo mismo que momentos antes le había obligado a
recibir sus palabras de consuelo.
—¿Quién… quién eres?
—Eso no tiene importancia ahora —respondió él, haciendo
un gesto de cabeza hacia el interior—. Pero ve, mujer. Tu marido está a punto
de marcharse.
La mano que aún permanecía en su mejilla se tornó dura,
inanimada. María observó la entrada como si fuera la cueva oscura de un lobo.
Supo sin lugar a dudas a lo que el desconocido se refería, pero ahora ya no
temblaba. Permanecía serena, casi aliviada. La pena no la destrozaría, sino que
le daría el valor necesario para encararse con la muerte.
Y todo gracias a él.
Quiso agradecérselo antes de marcharse, pero cuando se
giró en su dirección, el hombre ya no estaba.
En su lugar, solo un inmenso vacío y una inapreciable
neblina que comenzaba a confundirse con el frío de la tarde. Un ansia feroz la
reconcomió por dentro. El deseo perenne de seguir unida a Gaspar mientras los
lazos de la vida aún se lo permitieran.
Corrió con desesperación, con agonía. Llegó a la
habitación y abrió la puerta de golpe, pero pareció haber llegado demasiado
tarde. El cuerpo deformado de Gaspar estaba, al fin, libre de cables y
medicaciones inútiles. La cama estaba rodeada por sus hijos, pero ella no
percibió su pena, ni sus llantos desgarradores. Solo pudo contemplar la enorme
expresión de paz que endulzaba las facciones de su cara.
Al fin descansaba.
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La mecedora sigue su
traqueteo, su vaivén chirriante que siempre me lleva a otros lugares, allá
donde el dolor no puede alcanzarme y puedo seguir viviendo mi vida de cuento,
junto a mi príncipe azul.
Pero hoy me siento especialmente cansada. Muy nostálgica.
No hay nada que me sirva de sosiego. Ni la espectacular visión de prados verdes
que la ventana me ofrece mientras me balanceo, ni el sueño al que apelo sin que
se digne a venir, ni tampoco el viejo álbum de fotos que está a punto de caer
de mis rodillas.
Lo sujeto con las manos y detengo la mecedora. Quizá si
vuelvo a contemplar aquel tesoro, consiga que todo vuelva a estar en su sitio.
Lo abro con cuidado, casi con miedo. Aquellos recuerdos
ajados y amarillentos pueden ser muchas cosas a un tiempo, y nunca sé por dónde
van a empezar: si por convertirse en una Caja de Pandora que desate truenos y
relámpagos, o por ser la espada del caballero de brillante armadura que me
libre de mis propios dragones.
Esta vez, parece ser tan solo un ejemplo de los años que
encanecen mis cabellos, arrugan mi piel y curvan mi esqueleto. A mi edad, y
todavía creyendo en cuentos de hadas.
Me digo que no puede ser de otra manera cuando comienzo a
admirar el porte del caballero que me sonríe en las fotos. Los ojos claros que
me acarician, la vida que atraviesa el papel y se mete entre mi piel hasta
alcanzar mi alma.
Sí, mi alma. Yo aún tengo de eso. Y todo a pesar del
tiempo que nada cura, de los avatares de la vida dura e inclemente que me tocó
vivir después de Gaspar. De los problemas que tuve que afrontar sola, sin su
vehemencia ni su autoridad.
Nunca viví completa, pero en aquel rincón de la casa, mi
«caja especial de los recuerdos», aprendí a reencontrarme con él. Si cerraba
los ojos, como en aquel momento, su presencia se hacía tan real como la mía.
Podía olerlo, sentirlo e incluso oírlo. Podía viajar con él fuera de las trabas
de la realidad, donde no había desdicha que pudiera alcanzarnos.
Y volvíamos a ser jóvenes, y fuertes, y vitales. Llenos
de planes que, en otra vida paralela, llevábamos a cabo por completo, sin que
la muerte prematura los truncara.
Como ahora mismo.
Siento una pequeña ráfaga de viento fresco que mueve mis
cabellos grises y me enfría la nuca. Como la caricia de un beso o el fragor de
un espíritu. Incluso la temperatura de la habitación parece descender con
brusquedad.
Pero yo no tengo frío. Me siento bien, arropada, como el
día de su muerte, antes de arrodillarme junto a su cama y acariciarle la mano.
Antes de susurrarle al oído cuánto lo amaba. Antes de rogarle que me esperara,
que deseaba irme con él.
—Hola, Mari. Aquí estoy, como me pediste.
Su voz calmada y envolvente me hace sonreír. Estoy segura
de que es uno más de mis sueños y no quiero abrir los ojos, pero cuando me
decido a hacerlo, veo al hombre del abrigo negro inclinándose frente a mí, con
su sombrero elegante que, esta vez, no tapa sus rasgos.
Y lo que veo es para mí el mayor de los regalos.
Donde antes había cuencas oscuras, ahora hay un par de
chispeantes ojos claros. Su piel ya no tiene aquel mortecino tono grisáceo, sino
que ha recuperado un color más que saludable, y la boca ha vuelto a recuperar
la sensualidad de los labios que yo tanto ansié.
Ahora sonríe. Es él. Es Gaspar.
Y empiezo a comprender. Tal vez siempre fue él. Las manos
invisibles que limpiaban años de lágrimas, el cuerpo fuerte que abrigaba mis
largas noches de dolor y el aliento cálido que me impulsaba a crecerme ante las
adversidades.
—Hola, mi amor —murmuro, alargando una mano hacia él.
—Me reconociste. ¿No estás asustada?
—Soy demasiado vieja para que me asuste la muerte
—replico, agitando la mano para que él la tome entre las suyas.
Siempre me gustaron sus dedos. Largos y elegantes, de
pianista, pese a que trabajó como cocinero en un restaurante hasta que llegó el
cáncer.
—He tardado un poco en acudir a tu llamada.
—Años —aclaro—. Pero no importa. Creo que ahora es el
momento. Nuestros hijos siguen con su vida y yo ya no soy necesaria. Adelante,
Curro. Llévame contigo.
Él sonríe de nuevo y me toma de las manos para
levantarme. Mis ojos conectan con su mirada, mientras dejo de sentir el suelo
bajo mis pies. Me siento liviana, como si toda la materia de mi cuerpo se
desintegrara en millones de partículas invisibles que se funden con él, con su
esencia y su espíritu.
Cierro los ojos dejándome llevar. Traspaso los muros de
la casa siempre con él. Incluso siento el viento frío del exterior como si
estuviera desnuda, pero cuando al fin logro posar mi mirada en otro punto, solo
veo la imagen de una pobre vieja dormida sobre su mecedora.
Feliz.