viernes, 14 de febrero de 2014

RELATO DE SAN VALENTÍN

Porque en un día como hoy, las historias de amor cobran quizá la importancia que se merecen, porque no todas esas historias tienen un final feliz, y porque los recuerdos a veces exigen este tipo de cosas, aquí va mi pequeña aportación.
En recuerdo de Gaspar Quintanilla y de toda su familia. Siempre he estado, y estaré, con vosotros.

DESPUÉS DE TI

            Aquellas imágenes quedarían grabadas para siempre en su retina, como si fueran exóticas mariposas clavadas en el corcho de un coleccionista. O ingredientes diabólicos de un veneno.
            El veneno de la muerte, dulce cuando es esperado y, al fin llega.
            María se tapó los oídos con las manos para no escuchar el ajetreo que se había apoderado de la habitación de su marido Gaspar. Los gritos de las enfermeras elevándose como una enorme Torre de Babel que nadie comprendía. Los ruidos metálicos de los aparatos que conectaban y desconectaban alrededor de la cama, tomando el cuerpo hinchado que había sobre ella como una nueva cobaya en el desconocido territorio del cáncer.
            Tuvo ganas de chillar. De ordenarles que se fueran. Todos, incluidos los médicos. Quiso decirles que ya estaba bien, que el aspecto deforme de su marido era producto de los fármacos aplicados para alargar su sufrimiento.
            Solo para eso.
            Necesitaba paz. Los dos la necesitaban. Demasiado tiempo sufriendo una agonía para la que ninguno estaba preparado. Ni ellos ni sus cinco hijos, ya mayores, que intentaban consolarla con sus palabras y sus abrazos.
            Pero ella estaba muy lejos de todos ellos. Muchos años atrás, evocando el rostro apuesto de Gaspar para sustituirlo por el abotagado que resollaba con dificultad sobre la almohada inmaculada. Los ojos claros llenos de alegre picardía que la habían conquistado, cuando brillaban por la fuerza de la vida y no por el velo de la muerte que ahora dilataba sus pupilas. El cabello negro brillante y la piel lustrosa, antes de que los tratamientos agresivos acabaran con ambas cosas. La sonrisa abierta de dientes blancos antes de que estos se volvieran amarillentos por la esclavitud del tabaco que les había llevado a la perdición.
            Oyó un grito desgarrador. Incluso escuchó un sonido estrepitoso, como de cristales al romperse. No estaba segura, pero hubiera jurado que lo primero había salido de su boca, y que lo segundo eran los pedazos de corazón que saltaban en pedazos y se incrustaban en su pecho, desgarrándolo y haciendo que sangrara…
            No pudo más. Necesitaba aire. Huyó de allí, y mientras la parte racional de su mente permanecía con Gaspar, junto al cabecero de la cama, la emocional la acompañó hasta una de las terrazas del hospital.
            Era noviembre, y hacía frío. Un aire gélido que ella recibió con fuertes bocanadas, como si la bolsa que había taponado su cabeza, estrangulándola sin compasión, le diera por fin un respiro.
            Se agarró a la barandilla y alzó la cara, en busca de respuestas. Creyendo que Dios, si estaba allá arriba, se las daría. Buscando la esperanza y las fuerzas como un sediento en pleno desierto. Ni siquiera supo cómo, pero de pronto se encontró con un pitillo en sus labios, probablemente sacado del bolsillo del abrigo que Susana, su hija mayor, le había puesto sobre los hombros.
            Lo encendió. Solo para comprobar a qué sabía aquello por lo que el amor de su vida iba a entregar su vida. Qué tenía de especial para que alguien tan voluntarioso como Gaspar, hubiera sido incapaz de abandonarlo, ni siquiera en los últimos momentos.
            El humo en sus pulmones la ahogó, e inmediatamente lo arrojó por la barandilla.
            —Has hecho muy bien. Hubiera sido muy poco inteligente por tu parte engancharte a ciertos vicios a estas alturas de tu vida.
            María apenas se sobresaltó al escuchar aquella voz cavernosa a su lado. Solo se volvió muy lentamente, para ver a quién pertenecía.
            No lo consiguió del todo. El hombre delgado la miraba, pero un elegante sombrero oscuro tapaba buena parte de sus rasgos faciales. Sin embargo, ella alcanzó a ver dos cuencas oscuras por ojos, unos pómulos tan marcados como fantasmagóricos, y una fina línea donde deberían estar los labios.
            Casi pudo adivinar el color de su piel. Macilento, grisáceo, acompañando a la perfección a su aspecto cadavérico y al tono lejano, de ultratumba, de la voz que la había hablado.
            —¿Me conoce?
            La oscura cabeza se movió afirmativamente.
            —¿Tú a mí no?
            María recorrió con los ojos el resto de su cuerpo, cubierto por un amplio abrigo negro que solo dejaba a la vista unas manos de dedos traslúcidos que asían la barandilla con la misma fuerza que los suyos.
            —Supongo que será el familiar de algún enfermo —conjeturó encogiéndose de hombros—. Lo siento. Llevo demasiado tiempo aquí como para fijarme en todas las caras.
            —Lo sé. Sé de tu sufrimiento, y de tu desdicha, y también de tu lucha incansable. Todos están orgullosos de ti. Gaspar el primero.
            Había algo en él que le resultaba familiar. Y que le hacía temblar. Tal vez era aquel tono quedo con el que se dirigía a ella, o la respiración acompasada que lo acompañaba, como si le costara trabajo realizarla. Parecía enfermo, triste, pero aún así, supo que la apoyaba en su desgracia. Su silencio se lo decía.
            —Es tu marido, ¿verdad?
            —Sí. Cáncer de pulmón.
            Cuando pronunció aquellas palabras, todas las barreras se deshicieron. Sin quitar la vista de aquel rostro oscuro e indescifrable, María comenzó a llorar su pena, su desesperanza. Su afán de lucha que durante más de dos años la había mantenido a flote, tirado por la borda ante la implacable tenacidad de la muerte.
            —Por favor, no llores. Me parte el corazón verte así.
            Como un buen amigo que la conocía de toda la vida. O como el amante comprensivo que ahora agonizaba en una habitación de hospital.
            —Él está allí. —Su dedo tembloroso señaló el lugar más temido y, a la vez, más deseado—. ¡Se está muriendo! ¡Mi único amor me dejará sola!
            —No, eso no. Gaspar nunca te abandonará. Desde donde esté, siempre velará por vosotros.
            —¡Egoísta, egoísta! ¡Pudo haberse curado si hubiera dejado el maldito tabaco, pero no quiso hacernos caso! ¡No le importaron los años de felicidad, ni mi amor, ni los recuerdos acumulados, ni nuestra vida! ¡No le importó nada!
            —Eso no es verdad. Ahora mismo, su único pensamiento eres tú.
            Pero María se negaba a aferrarse a aquella posibilidad surrealista. Demasiadas veces lo había hecho, para acabar estrellándose, y ahora había llegado al límite. Gritó. Chilló y se deshizo en pavorosos lamentos, tan fuertes que la obligaron a doblarse en dos para intentar calmar el dolor, para intentar retener los recuerdos.
            Para darle hasta su último soplo de lucha, algo que pudiera obrar el milagro y se lo devolviera dos años atrás, cuando la enfermedad aún no había causado estragos en su cuerpo y en sus vidas.
            Desahogó meses de rígida compostura delante de sus hijos y familiares, destrozó todas las sonrisas de plastón que les había ofrecido, y se dejó envolver por los brazos del desconocido como si fueran un lago inmenso de consuelo donde podría perderse para siempre.
            Donde los sueños siempre serían posibles.
            —Así, muy bien, Mari —le susurró con la voz afectada por la emoción—. Llora aquí, porque en cuanto entres de nuevo, tus hijos te necesitarán.
            ¡Cómo curaban aquellas palabras! ¡Aquel apelativo cariñoso que solo Gaspar usaba con ella! ¡Y cómo reconfortaba el tacto balsámico de aquellas manos huesudas que ahora le frotaban los brazos y la espalda! ¿Qué importaba quién fuera aquel hombre que parecía conocer tanto de ella y de Gaspar?
            María alzó los ojos. Estaban tan empañados en lágrimas que no pudo distinguir ningún otro rasgo de la cara del desconocido, pese a hallarse a un suspiro de su boca.
            Nunca sabría qué la impulsó a hacerlo. Si fue la presión del momento, el destrozo interior que había vencido su entereza, o simplemente la necesidad de sentirse querida y comprendida. Lo cierto fue que le besó. Cerró los ojos y juntó su boca con la de él. Movió sus labios complacida de que el hombre respondiera al beso, alentada por el calor que manaba de él y que no tardó en compartir, pero se sintió completamente desolada cuando la apartó del refugio de su boca y del calor desmesurado de su cuerpo.
            —Él te espera —dijo.
            Pero María sacudió la cabeza con desesperación.
            —Él ya no espera nada —replicó entre nuevos sollozos—. Se muere.
            —Por eso te espera. Debes estar con él. Tomarle de la mano para que note tu presencia. Acariciarle los dedos hinchados para que no se sienta solo. Brindarle la mejor de las despedidas.
            —Pero yo no puedo más. ¡Es demasiado!
            El desconocido acarició su mejilla, librándola de las lágrimas que la empapaban.
            —A él nunca le ha gustado verte así, ¿verdad? —Completamente atónita, María asintió—. A él le gusta que sonrías, que le llames «Curro», como todos soléis hacerlo, e incluso que le grites cuando algo no está según tu gusto. Esa es la imagen que él se llevará de ti.
            El tibio acogimiento que le había protegido el corazón desapareció de pronto, para ser sustituido por un frío glacial que le congeló las entrañas. Sus instintos se dispararon. Algo la impulsó a separarse de él horrorizada, seguramente lo mismo que momentos antes le había obligado a recibir sus palabras de consuelo.
            —¿Quién… quién eres?
            —Eso no tiene importancia ahora —respondió él, haciendo un gesto de cabeza hacia el interior—. Pero ve, mujer. Tu marido está a punto de marcharse.
            La mano que aún permanecía en su mejilla se tornó dura, inanimada. María observó la entrada como si fuera la cueva oscura de un lobo. Supo sin lugar a dudas a lo que el desconocido se refería, pero ahora ya no temblaba. Permanecía serena, casi aliviada. La pena no la destrozaría, sino que le daría el valor necesario para encararse con la muerte.
            Y todo gracias a él.
            Quiso agradecérselo antes de marcharse, pero cuando se giró en su dirección, el hombre ya no estaba.
            En su lugar, solo un inmenso vacío y una inapreciable neblina que comenzaba a confundirse con el frío de la tarde. Un ansia feroz la reconcomió por dentro. El deseo perenne de seguir unida a Gaspar mientras los lazos de la vida aún se lo permitieran.
            Corrió con desesperación, con agonía. Llegó a la habitación y abrió la puerta de golpe, pero pareció haber llegado demasiado tarde. El cuerpo deformado de Gaspar estaba, al fin, libre de cables y medicaciones inútiles. La cama estaba rodeada por sus hijos, pero ella no percibió su pena, ni sus llantos desgarradores. Solo pudo contemplar la enorme expresión de paz que endulzaba las facciones de su cara.
            Al fin descansaba.

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La mecedora sigue su traqueteo, su vaivén chirriante que siempre me lleva a otros lugares, allá donde el dolor no puede alcanzarme y puedo seguir viviendo mi vida de cuento, junto a mi príncipe azul.        
            Pero hoy me siento especialmente cansada. Muy nostálgica. No hay nada que me sirva de sosiego. Ni la espectacular visión de prados verdes que la ventana me ofrece mientras me balanceo, ni el sueño al que apelo sin que se digne a venir, ni tampoco el viejo álbum de fotos que está a punto de caer de mis rodillas.
            Lo sujeto con las manos y detengo la mecedora. Quizá si vuelvo a contemplar aquel tesoro, consiga que todo vuelva a estar en su sitio.
            Lo abro con cuidado, casi con miedo. Aquellos recuerdos ajados y amarillentos pueden ser muchas cosas a un tiempo, y nunca sé por dónde van a empezar: si por convertirse en una Caja de Pandora que desate truenos y relámpagos, o por ser la espada del caballero de brillante armadura que me libre de mis propios dragones.
            Esta vez, parece ser tan solo un ejemplo de los años que encanecen mis cabellos, arrugan mi piel y curvan mi esqueleto. A mi edad, y todavía creyendo en cuentos de hadas.
            Me digo que no puede ser de otra manera cuando comienzo a admirar el porte del caballero que me sonríe en las fotos. Los ojos claros que me acarician, la vida que atraviesa el papel y se mete entre mi piel hasta alcanzar mi alma.
            Sí, mi alma. Yo aún tengo de eso. Y todo a pesar del tiempo que nada cura, de los avatares de la vida dura e inclemente que me tocó vivir después de Gaspar. De los problemas que tuve que afrontar sola, sin su vehemencia ni su autoridad.
            Nunca viví completa, pero en aquel rincón de la casa, mi «caja especial de los recuerdos», aprendí a reencontrarme con él. Si cerraba los ojos, como en aquel momento, su presencia se hacía tan real como la mía. Podía olerlo, sentirlo e incluso oírlo. Podía viajar con él fuera de las trabas de la realidad, donde no había desdicha que pudiera alcanzarnos.
            Y volvíamos a ser jóvenes, y fuertes, y vitales. Llenos de planes que, en otra vida paralela, llevábamos a cabo por completo, sin que la muerte prematura los truncara.
            Como ahora mismo.
            Siento una pequeña ráfaga de viento fresco que mueve mis cabellos grises y me enfría la nuca. Como la caricia de un beso o el fragor de un espíritu. Incluso la temperatura de la habitación parece descender con brusquedad.
            Pero yo no tengo frío. Me siento bien, arropada, como el día de su muerte, antes de arrodillarme junto a su cama y acariciarle la mano. Antes de susurrarle al oído cuánto lo amaba. Antes de rogarle que me esperara, que deseaba irme con él.
            —Hola, Mari. Aquí estoy, como me pediste.
            Su voz calmada y envolvente me hace sonreír. Estoy segura de que es uno más de mis sueños y no quiero abrir los ojos, pero cuando me decido a hacerlo, veo al hombre del abrigo negro inclinándose frente a mí, con su sombrero elegante que, esta vez, no tapa sus rasgos.
            Y lo que veo es para mí el mayor de los regalos.
            Donde antes había cuencas oscuras, ahora hay un par de chispeantes ojos claros. Su piel ya no tiene aquel mortecino tono grisáceo, sino que ha recuperado un color más que saludable, y la boca ha vuelto a recuperar la sensualidad de los labios que yo tanto ansié.
            Ahora sonríe. Es él. Es Gaspar.
            Y empiezo a comprender. Tal vez siempre fue él. Las manos invisibles que limpiaban años de lágrimas, el cuerpo fuerte que abrigaba mis largas noches de dolor y el aliento cálido que me impulsaba a crecerme ante las adversidades.
            —Hola, mi amor —murmuro, alargando una mano hacia él.
            —Me reconociste. ¿No estás asustada?
            —Soy demasiado vieja para que me asuste la muerte —replico, agitando la mano para que él la tome entre las suyas.
            Siempre me gustaron sus dedos. Largos y elegantes, de pianista, pese a que trabajó como cocinero en un restaurante hasta que llegó el cáncer.
            —He tardado un poco en acudir a tu llamada.
            —Años —aclaro—. Pero no importa. Creo que ahora es el momento. Nuestros hijos siguen con su vida y yo ya no soy necesaria. Adelante, Curro. Llévame contigo.
            Él sonríe de nuevo y me toma de las manos para levantarme. Mis ojos conectan con su mirada, mientras dejo de sentir el suelo bajo mis pies. Me siento liviana, como si toda la materia de mi cuerpo se desintegrara en millones de partículas invisibles que se funden con él, con su esencia y su espíritu.
            Cierro los ojos dejándome llevar. Traspaso los muros de la casa siempre con él. Incluso siento el viento frío del exterior como si estuviera desnuda, pero cuando al fin logro posar mi mirada en otro punto, solo veo la imagen de una pobre vieja dormida sobre su mecedora.
            Feliz.