Qué poco tiempo ha pasado desde mi última entrada, ¿verdad? Pero es que estoy a punto de inaugurar una nueva sección en mi blog. Se llamará RELATOS, y en ella os iré informando de aquellas antologías-concursos en los que participe, así como otra serie de relatos que mi imaginación fabrique y que no tengan mayores pretensiones que las de aparecer en mi blog, para vuestro deleite (o eso espero...)
Para comenzar con buen pie (y nunca mejor dicho) entra en escena EL SUEÑO DE CARLOTA, un proyecto que nació gracias a Miriam Moreno, una excepcional amiga virtual que me propuso hacer una versión nueva de un cuento clásico, para participar en una antología de cuentos, cuyas ganancias irán a parar directamente a una ONG que dedique sus esfuerzos a mejorar la situación de muchos niños en el mundo.
La propuesta surgió hace tiempo. Yo, como tant@s compañer@s, aceptamos, y hoy ya casi es una realidad.
Si todo va bien, en septiembre 20 VOCES PARA 20 CLÁSICOS, que así se llama la antología, verá la luz.
Aquí os dejo mi pequeño granito de arena. Espero que os guste. Ya me diréis...
EL SUEÑO DE CARLOTA
(Versión de LA CENICIENTA)
Realizada por Elena Garquin.
—¡Carlotaaaa!
¡Necesito que me hagas la cama, ahora mismo!
Carlota subió la
potencia de la aspiradora, para que el ruido no la dejara oír los berridos de
sus hermanastras.
—Pero
mira que son vagas… —gruñó.
Decidió
dedicarse con más ahínco a sus tareas diarias. Tarde o temprano ellas se
aburrirían de martirizarla, y para cuando su madrastra llegase, ya ni se
acordarían de ella.
Cuando
dejó la aspiradora cogió el plumero. Repasó a conciencia cada rincón de la
casa, incluido el retrato de su padre. Cuando llegó a ese punto, recordó su
situación.
En
aquel pueblo perdido de la mano de Dios, su padre había sido un hombre rico y
respetado, que se había casado por segunda vez con la que ahora era su
madrastra.
Esta
tenía dos hijas, Gervasia y Hermenegilda, cuyas máximas aspiraciones en la vida
se resumían en: martirizar a Carlota, martirizar a Carlota y martirizar a
Carlota.
Su
padre murió, y con él se fue toda su fortuna. Su madrastra se dedicó a
malgastarla en estupideces tales como pasarse el día en el salón de belleza,
abarrotar su armario de trapos inútiles, o intentar que sus hijas pareciesen
guapas, cuando su carácter repelente las hacía francamente horrorosas.
Ellas
no pensaban más que en chicos y juergas. Algo que no cabía en la vida ajetreada
de Carlota.
Además
estaba lo otro. La afición de Gervasia y Hermenegilda por la música.
Su
madrastra se había gastado una pequeña fortuna en profesores de canto que
afinaran la voz de pito de las chicas, sin ningún resultado satisfactorio.
Ellas estaban convencidas de que lo hacían divinamente, pero los oídos de
Carlota eran los principales perjudicados. Se veía obligada a escuchar sus
graznidos a todas horas, porque gracias al despilfarro de su madrastra, habían
tenido que prescindir de los servicios de una empleada del hogar, para que
Carlota se hiciera cargo de todas las tareas.
Y
así era su vida; duro trabajo, con una pequeña casa que aún le debían al banco
y sin posibilidades de estudiar para lo que ella sí que valía.
Y
es que Carlota cantaba como los ángeles. Lo hacía de noche, en un pequeño
cuartucho secreto alejado de las tres brujas pirujas, para que nadie la oyera.
Se imaginaba que, algún día, un hada madrina la tocaría con su varita mágica
para lanzarla a la fama y la gloria.
Pero
solo eran sueños.
De
momento, ella trabajaba para lograrlo. Había creado una hermosa canción
dedicada a su padre, y la perfeccionaba en cuanto tenía oportunidad.
—¡Mirad
lo que traigo, chicas!
Cuando
su madrastra entró por la puerta, Gervasia y Hermenegilda devoraron la
invitación que llevaba de la mano. Carlota se hizo la remolona, pero aún así
pudo ver de qué se trataba.
—¡Es
de la discográfica «Príncipe Azul» —exclamó Gervasia.
—¡Están
buscando nuevos talentos! —apuntó Hermenegilda.
—Y
organizarán una fiesta dentro de tres días para encontrar a la mejor voz de la
comarca —afirmó la madrastra.
Las
tres comenzaron a gritar y saltar de alegría. Ninguna se dio cuenta de que
Carlota también sonreía mientras se retiraba a su cuarto secreto, dispuesta a
hacer horas extra de canto para conseguir lo que tanto había querido siempre.
—Raúl,
hijo, más te vale que todo salga bien, porque de lo contrario se te van a acabar los lujos. No tendrás ni una propina
más.
—Papá,
no te preocupes, ¿vale? Con la crisis seguro que habrá muchos aspirantes que
aparezcan en la fiesta. Entre tanta gente, alguien cantará como esperamos.
O
eso deseaba Raúl. Un ángel que le ayudara a conseguir que la discográfica se
hiciera de oro. Un hada de los sueños que apareciera para concederle todos sus
deseos. Así, él no tendría que dar un palo al agua y podría seguir viviendo del
cuento, saliendo por ahí de fiesta y ligando con chicas a diestro y siniestro,
porque por algo era tan guapo, listo y simpático.
Para
eso era el hijo de su padre. Para eso su padre era tan rico que en vez de ojos
tenía el símbolo del dólar.
Claro
que su padre ahora se había puesto pesado con eso de que en la vida había que
ser alguien, que tenía que trabajar duro porque a nadie le regalaban nada…
—Sigo
pensando que la idea de la fiesta tiene sus inconvenientes, pero puesto que ha
salido de ti, le daremos una oportunidad.
Y
Raúl sonrió convencido de que, esta vez, conseguiría lo que su padre esperaba
de él. Aunque para ello tuviera que creer en la magia.
Carlota estaba sudando
la gota gorda de tanto trabajar.
Y es que su madrastra
le había dado permiso para asistir a la fiesta de «Príncipe Azul». Siempre que
hubiera terminado de planchar los kilos de ropa que la esperaban, recoger todos
los cacharros del lavavajillas, limpiar los cristales, quitar del baño los
incómodos pelos de Gervasia y Hermenegilda…
En fin, que ya había
perdido la cuenta de las tareas pendientes, cuando vio desesperada cómo sus
hermanastras y su madrastra salían por la puerta todas emperifolladas sin
dirigirle siquiera una triste despedida.
—¡Eh, esperad! —gritó—.
¡Os olvidáis de mí!
—De eso nada —le
respondió la madrastra—. Si no has acabado, no hay fiesta, ya lo sabes.
Y se marcharon las tres
dándole con la puerta en las narices.
Carlota era una chica
fuerte y valiente, y muy trabajadora. Pero aún así, se puso a llorar llena de
rabia.
—Nunca podré terminar,
nunca podré terminar… —se repetía—. Son unas brujas…
—Cierto. Y unas malvadas,
y unas vagas indecentes, y unas ladronas…
Carlota levantó la
cabeza asustadísima al oír aquella voz. Cuando vio a la hermosa mujer que se
presentaba ante ella, se frotó los ojos varias veces, pensando que era una
visión.
Pero aquella mujer era
bien real. Le sonrió y agitó la varita mágica que llevaba en la mano.
—Esto no me puede estar
pasando…
—Te aseguro que sí,
querida.
A Carlota casi le da un
patatús.
—Esto solo pasa en los
cuentos… —se dijo a sí misma.
—Oye, tú no serás una
de esas chicas modernas que no creen en la magia, ¿verdad? Porque en ese caso,
guardaré mis poderes para quien de verdad los aprecie.
Pero Carlota ahora
sonreía de oreja a oreja, convencida del todo de que aquello no era un sueño,
sino algo bien real. Ni se le hubiera ocurrido decirle que ella era una chica
moderna que solo creía en lo que era de pura lógica. Ni fantasmas, ni brujas
volando montadas en escobas, ni Hadas con varitas en la mano capaces de cambiar
el destino de una.
—Eres mi hada Madrina,
claro.
—Claro —repitió la
mujer acercándose a ella para examinar sus vaqueros gastados, su camiseta roída
y su melena mal recogida—.Ya veo que necesitas un buen repaso, niña, así que…
¡Manos a la obra! Cuando te oigan cantar en la fiesta, ¡se van a caer de culo!
—¿Vas a ayudarme?
—Por supuesto. Tendrás
lo que deseas si sabes aprovechar el tiempo, hijita —afirmó el Hada Madrina—.
Solo tendrás hasta las doce de la noche. A partir de ahí, todo desaparecerá.
Volverás a tu casa, a tu familia odiosa y a tus problemas.
Cuando Carlota apareció
en la fiesta, todo el mundo enmudeció. Su madrastra no la reconoció, y sus
hermanastras, que en ese momento estaban interpretando una de sus horrendas
canciones, se callaron para poder mirarla a gusto.
Y es que su Madrina la
había dejado tan hermosa que nadie sabía quién era.
Cuando Raúl puso sus
ojos sobre ella, pensó que acababa de entrar en el Cielo. Su vestido rosa le
llegaba hasta las rodillas. Llevaba unas sandalias con unos tacones de vértigo,
un elegante peinado y un maquillaje a la moda.
Aprovechando el
desconcierto general, echó a sus hermanastras del escenario y repartió la
partitura entre los músicos. Después cogió el micrófono, y a partir de ahí todo
fue como la seda.
Raúl se enamoró de ella
instantáneamente. De su hermosura y de su voz. Era como la de un ángel, suave,
melodiosa. Estaba tan fascinado que, cuando la canción terminó, la invitó a
bailar el resto de las piezas musicales que aún quedaban por interpretar.
A Carlota le pareció
guapo, amable y muy simpático. Hablaron y bailaron durante horas, y para Raúl
no hubo otra canción mejor que la de Carlota.
Hasta que la primera de
las doce campanadas comenzó a sonar. Entonces ella se apartó de él recordando
la advertencia del Hada Madrina.
—¡Tengo que marcharme!
—exclamó.
—Pero, ¿por qué? ¿No te
estás divirtiendo?
—¡Me lo estoy pasando
divinamente, pero el tiempo se me acaba!
Echó a correr hacia su
casa, sin darse cuenta de que no estaba acostumbrada a hacerlo desde la altura
de aquellos tacones. Para correr con más rapidez, decidió llevar las sandalias
cogidas de la mano, pero en su huída, una se le cayó sin que se diera cuenta.
Raúl, que la perseguía
resuelto a no dejarla escapar, la recogió y sonrió.
—Ya sé cómo encontrarte
—murmuró.
El pueblo entero estaba
revolucionado. Y es que el heredero de la discográfica de la capital, andaba
por allí, sandalia en mano, en busca de la musa que lo tenía embobado.
Casa por casa, pie por
pie, todas las mozas casaderas se fueron probando el calzado, hasta que le tocó
el turno a la casa de Carlota.
Fue el mismo Raúl quien
intentó colocar la sandalia a Hermenegilda… Y cuando vio lo prepotente y maleducada
que era, casi se alegró de que su pie fuera demasiado grande.
Después le tocó el
turno al pie diminuto de Gervasia.
—Es mi número, ¿ves?
—decía—. ¡Es mi número!
Raúl se alegró de que
no lo fuera. Cuando preguntó si había alguna joven más en la casa, Carlota
apareció como por arte de magia.
Desde la noche de la
fiesta no había podido dejar de pensar en él. Cosa extraña, porque el tema de
los chicos ni siquiera asomaba por su cabeza. Normalmente tenía otros problemas
mucho más importantes en ella.
Él no la reconoció. La
invitó a que se probara la sandalia y… ¡Oh, milagro! ¡Le quedaba como un
guante!
¡Era ella! ¡La había
encontrado por fin!
Ahora, mis queridos
lectores, os preguntaréis si, como en el cuento, Carlota y Raúl se casaron.
Bueno… No exactamente.
Se gustaban. Mucho.
Estaban enamorados.
Pero había otras cosas
mucho más importantes para solucionar.
Los dos se fueron a
vivir juntos a la capital. Carlota comenzó a estudiar mucho para perfeccionar
su voz, y tiempo después grabó un disco de la mano de Raúl y «Príncipe Azul».
Con el dinero que ganó, acabó de pagar la hipoteca de la casa de su padre.
¿Qué pasó con la
madrastra, Gervasia y Hermenegilda? Pues lo que tenía que pasar. En vista de
que el gorroneo se les había acabado, la madrastra acabó trabajando para
Carlota, limpiando su casa día y noche. Podía haberla echado, pero en el fondo
le dio pena. Sus hijas tuvieron que buscarse otro trabajo, y todos los lujos a
los que estaban acostumbradas tocaron a su fin.
¿Y Carlota y Raúl?
¿Finalmente se casaron?
Por supuesto que lo
hicieron, mucho tiempo después. Pero eso, amigos míos, es otra historia.
Ya te lo dije en su momento, y ahora lo repito: es precioso, divertido. ¡Genial!
ResponderEliminarAy, Lydia, yo para el tuyo aún no encuentro las palabras exactas... Aunque si te digo que escribes como los ángeles, y que más de un niño se sentirá sumamente feliz cuando lea a Tono, a lo mejor me acerco bastante...
Eliminar¡¡¡Muchísimas gracias por dedicar un poquito de tu tiempo a pasarte por aquí, preciosa!! Como decís por tu tierra... BICOS.